Gracias a mi calma poco natural y a la extraña ausencia de mi frecuente nerviosismo, sabía yo que algo andaba mal. De hecho, fue peor de lo que parecía en un principio, y no tardó en asemejarse a una de esas historias de terror.
Durante la madrugada de ayer, realizaba mi habitual caminata, cuando las estrellas brillaban aun levemente a la par de la luna. Me encontraba en el límite de la plaza, descendiendo por aquella escalinata de piedra, cuando supe que esos días de Junio en los que la lluvia y el frío nos entumecen los huesos se estaban aproximando.Luego descubrí sin dificultad, que la carne me temblaba y la piel se me erizaba. En ese mismo instante, la brisa de marzo fue devorada por los vientos invernales, y los cielos lloraron lágrimas heladas.
Lo que siguió después es algo abstracto, difícil de explicar. Deliré o aluciné. Una espeluznante luz fría que se volvía hacia mí, puntiaguda, amenazadora.
Caía con furia y salpicaba charcos de sangre en mi cara, sobre mis mejillas, sobre mi saco rosado salmón.
La lluvia del infierno me cubría con luz blanca enceguecedora y me amortajaba los labios igual de rosados que mi impecable, aunque ahora húmedo y manchado traje con corbata.
Mis piernas dejaron de atender las órdenes de mi conciencia, e involuntariamente caí de la escalinata empedrada. Rodé cuesta abajo por cuatro mellados escalones que doblegaron el dolor causado por el impacto de mi caída.
Me mantuve allí, totalmente consciente, pero incapaz de moverme, resignado, mientras el terror caía sobre mí. La desesperación llego a un grado alto de insoportabilidad. No lo podía tolerar.
Llegado el momento, mi cuerpo me respondió. Allí, tirado entre charcos de maldad, recobré un mínimo de fuerzas para levantarme. Totalmente ultrajado y humillado por aquella Lluvia de Junio, me incorpore.
En ese momento gente curiosa vestida con trajes oscuros de funeral, se acercaban a mí alrededor, con paraguas de cuero cubriéndose de la lluvia. Lanzaban miradas risueñas y gesticulaciones de desprecio.
Con mi semblante lúgubre y totalmente empapado, me despojé de mi traje rosado salmón y lo arrojé al empedrado. Busqué en mi bolsillo trasero el fierro que llevaba siempre por precavido y sin más, lo enterré en mi cabeza tras accionar el gatillo.
Caí atormentado, nadie me quería con un traje rosado, por más hermoso que fuese.
Caí al suelo, otra vez, pero esta vez, para siempre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario