sábado, 21 de marzo de 2020

El Último Grito de Francisco (2014)


El despertador sonó. Siguió sonando y no dejaba de aturdirlo. Apenas escuchaba; lo sintió lejos y distante.

Lagunas de formas y colores se movían en su mente. No sabía si llegaban o estaban por partir, tampoco sabía qué eran, no les daba importancia.

Su mente comenzó a reaccionar y fue allí cuando la habitación oscura penetró en él. Sus miembros entumecidos crujieron y un escalofrío lo recorrió.

Luego de un instante de profunda agonía, despertó.

Bajó de la cama con la vista enturbiada y el cuerpo adormecido. Tanteo en la oscuridad vacía intentando mantenerse de pie, y al abrir la puerta, un resplandor pálido lo invadió y permaneció dentro suyo hasta que recuperó el dominio completo de su cuerpo.

Como le era costumbre, se dirigió hacia donde el fuego chispeaba en la cocina, y allí improvisó un escueto desayuno con las sobras del día anterior. Luego de vestirse y ataviarse, preparó las últimas cosas que no estaban listas, dio algunos gritos de desesperación y salió por fin, dejando un silencio cortante detrás de su último portazo.

Afuera, las hojas del otoño pasado continuaban cayendo, aún en el mes de agosto. El sol se asomaba, pero el frío insistía todavía y los vientos sacudían las copas de los árboles ya casi desnudos.

En cuanto a él, caminaba erguido, pero con la cabeza gacha y los cabellos algo revueltos. Su semblante de desconsuelo delataba una indiferencia forzada de su alma sensible, pues parecía sufrir de algún dolor.

Francisco (ese era su nombre) vivía en los apartados litorales de una ciudad que comenzaba a hacerse grande y todos los días caminaba temprano hacia el colegio. Bordeaba la rivera un trecho largo hasta donde la hierba se pintaba de tierra y dejaba ver el empedrado.

El colegio era un edificio construido en tiempos antañosos (esos tiempos de Campaña, de Conquista y de Unificación, donde él colegio era la nueva moda social, por no decir una nueva herramienta de ingeniería pesada para la economía nacional). Una obra ancha y alta, con jardines por delante y por detrás, con matorrales en exceso. Los años pasados habían llevado consigo el lustre de las rejas de acero que imponían límites,  y habían carcomido las columnas escalonadas, teñidas ahora de un tono verde grisáceo.

Francisco sentía una tristeza lóbrega, y por un segundo pensó que se moriría ahí, petrificado en el umbral de la puerta, por una áspera premonición de su mente. Supo de inmediato que antes del mediodía lo esperaba un destino funesto. No sabía cómo ni por qué, tampoco sabía cuándo, pero él esperaba a la muerte.

No tenía motivo alguno para sospechar semejante barbaridad, en lo absoluto, pero en su mente las cosas tendían a perder la lógica y a hacerse más confusas.

Entró con su persistente mirada húmeda de desconsuelo, pasó por al lado del matadero de chanchos y saludó con una sonrisa forzada a la señora que pelaba las gallinas en la puerta de entrada.

La campana resonó por cada recodo de la escuela. Esperó; esperó un poco más y divagó con la mirada. La escuela por dentro era un espléndido palacio de mármol blanco grisáceo y roble deslustrado. En las paredes había retratos antiguos, y entre ellos había proclamas escritas a mano, por los propios alumnos, mostrando intentos de una pobre rebeldía anarco-inconsciente y susurros de auxilio.

Francisco subió al primer piso y sentose al fondo de un aula descascarada. Francisco gritó otra vez, como lo había hecho en la mañana, grito en silencio, grito odio, dolor, y lloró.

Cuando entró el profesor, éste se sentó y comenzó a gritar. Todos gritaron y Francisco calló, pues no comprendía nada.

El resto de la mañana se mantuvo calma, pero una calma gris, como las nubes que en ese entonces cubrían el cielo y auguraban un mal porvenir. El cielo gritó y lloró gotas espesas.

El timbre de salida sonó en su horario habitual. Todos corrieron hacia afuera empujándose y trastabillando, como era habitual, todos pitando cigarros interminables como era habitual, pero Francisco no. Él ya había muerto antes del primer recreo.

Nadie había sospechado nada.


Léxicos Inflamables (2015)

De pronto, sin motivo:
alfilerazo, trapatiesta,
cámara, albufera,
desazonado, desbocado;

seguidos de:
incógnita, puteada,
en silencio, mondongo,
copiosa, aguatero;

en pos de:
peyote, cannabinoide,
desasido, sin cabeza,
acabado, rojo vivo;

rodeados de:
torbellino, Jesucristo,
cohibimiento, plegaria,
declive, lacrimoso,

en medio de:
letargo, alquitrán,
otorrinolaringólogo, sudor,
estupor, pudor;

entre:
próstata, circunvalación,
coche fúnebre, vorágine,
género y numero, concordancia;

en torno de:
tic tac, efímero,
penacho, cachiporra,
fiambre, invertebrado,

mientras llegan:
mentecato, taimado,
mi viejo, "un" travesti;
¡ay! ¡ay!

y se acercan:
montaraces, alfaguara,
electroacústica, newtoniano,
nadería, fruslería;

en el mismo momento:
armónico, la segunda,
la prima, la tía,
Beethoven, un mancebo.

¡Otro más en mi almohada!
¿Doctrinario? Para nada.
Degustado y disgustado,
era muy grandilocuente.


Te detesto (2015)

Sí, así cómo escuchaste. Te detesto.

Te detesto y te lo dije bien clarito, sin miramientos, sin dubitación.

Me parece que el que está confundiendo las cosas sos vos. Las palabras ni siquiera temblaron cuando las dije bien clarito, sin miramientos y sin dubitación.

Bueno, tenés razón, a lo mejor un poco. Pero habrá sido un temblor minúsculo, un temblorcito entre palabra y palabra. Y además, tengo de mi lado los motivos más lógicos y apropiados. Uno de ellas, el sofocante calor que estábamos sufriendo ahí adentro, que sumado al insoportable mareo etílico, me fue casi imposible no haber temblado la voz.

No digas pavadas. Sí salimos de ahí adentro hace apenas un rato y hacía un calor de la gran puta. O yo estaba acalorado, no se. Acá al menos corre el aire, hay más silencio, así también corren mejor las palabras.

Pará, dejame hablar a mí. Lo importante acá es que te detesto sin miramientos y sin dubitación, aunque me haya temblado un poquito la voz entre palabra y palabra. Y lo hago con motivos.

No, estoy seguro. Es más, estoy segurísimo que no es ni una bronca ni mal humor, yo se bien cuando me pongo de mal humor.

No, tampoco es un capricho. Yo me conozco completito, a mis emociones también. Por eso digo que te detesto.

Sí, puede ser que tengas razón. A lo mejor no es odio, el odio lo conozco bien. Esto que te digo, es algo desconocido. A lo mejor no es odio. Pero de todas formas te detesto y punto.

Ah, si. En eso sí tenés razón. Si fuera odio, no estaría acá sentado en la vereda, en el umbral de la puerta de quien sabe, dialogando con vos, y menos a esta hora de la madrugada. Si fuese odio ya te hubiese aniquilado en cualquier oportunidad, te hubiese desollado y despellejado para el asado del domingo. Conozco bien mi carácter. Yo se lo que te digo.

Pero entonces no. No es odio.

No, tampoco. Aunque haya un solo paso entre uno y otro, o cruzando la vereda, o a la vuelta de la esquina. El amor no existe, y menos en estos asuntos.

No, tampoco fue el vodka.

“Largá todo y después te sentís mejor” dicen; creo que también se aplica a las palabras. Hay palabras que se escabullen, que evitan ser encontradas. Por eso es bueno largarlo todo.

Ya se me hizo una ensalada tremenda. Sí, ya se. Es medio difícil comprender las ensaladas ajenas, pero hace un esfuercito, porque sino, yo nunca me voy a entender y vos nunca te vas a enterar.  Hay muchas personas que tienen una ensalada en su cabeza. Yo estoy tratando de entender la mía.

No te estoy tomando el pelo. 

Bueno che... no te gustó la metáfora de la ensalada.

A ver ¿un crucigrama? Cuando tratás de armar un crucigrama empezás a probar cual es la adecuada, cual encaja mejor. A la primera de cambio es seguro que podes equivocarte, por eso es útil probar, para equivocarse. Pero equivocarse y aprender. No sirve de nada andar equivocándose por la vida sin aprender nada.

Pucha, ahora me hiciste dudar. ¿Qué carajo es esto que siento adentro mío si no es odio, ni amor, ni vodka?

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